Dejadme jugar a un videojuego en paz
Con ocho años llegó a mi casa la primera videoconsola global, llamada NES, de 8 bits. Fea y gris, funcionaba con cartuchos que a menudo fallaban y tenía un mando que, tras mucho vicio, hacía daño en las manos, con unos cantos afilados muy poco feng shui.
Con el tiempo, se la conoció como la caja de zapatos y, aunque ahora sería una pieza de museo, la cambié por mil o dos mil pelas, que dediqué a financiar la compra de una vulgar Super Nintendo. En realidad, era mucho mejor: una nueva generación de 16 bits, con unos mandos más redonditos que desgasté jugando el Street Fighter, con grupos de amigos con los que pasábamos horas y horas.
Después llegó la 64, que no llegué a tocar, y la generación de PlayStation, un salto adelante en el entretenimiento doméstico que apenas he podido conocer.
Ahora, entre los treinta y los cuarenta, parece mentira que un tío con responsabilidades como yo le dedique el tiempo a jueguecitos. Pero, como los viejos rockeros, un gamer de verdad nunca muere.
Así que de vez en cuando cojo mi smartphone y descargo algún juego. Mi favorito es el Spider Solitario, pero el que más vicio me ha generado es un brillantemente simple Boom Beach. Muy recomendable también el Guns of Boom, lo más parecido al mítico Quake que he visto para mi Samsung.
Jugables, entretenidos y ¡gratis! Parece todo maravilloso en el mundo de los gamers del siglo XXI, pero no es oro todo lo que reluce.
En esta generación del videogaming móvil ya no se compran los videojuegos. Antes un chaval de 14 años ahorraba y pagaba sus 10.000 pesetas por un juego nuevo, o iba al Mercat de Sant Antoni a practicar el intercambio de toda la vida (ahora se llamaría peer-to-peer o alguna mandanga parecida) y la compra de segunda mano.
Hoy no hace falta tener un dispositivo ad hoc para jugar. Lo llevo en el bolsillo. Y no tengo que ir a la tienda a comprar nada. Me lo descargo del Play Store gratis, insisto.
Pero el juego es una tienda en sí, donde puedes convertir el dinero en rubíes rosas y, estos, en un coche que corre más rápido o una escopeta que pega más tiros. Si no quieres gastar tu dinero en algo tan estúpido (por orgullo y vergüenza de millennial con dignidad), tu moneda es el tiempo.
Si entras en el juego cada día, 25 rubíes, si te comes un anuncio de treinta segundos, 10 rubíes… y así hasta que puedes actualizar la mirilla telescópica de tu rifle de francotirador. Además de desesperante y ciertamente estúpido, en algunos casos podría ser hasta ilegal, ya que los llamados loot boxes son, según los belgas, casinos encubiertos abiertos a los inocentes niños.
Perdonad, amigos, pero ahora que esta industria se ha emancipado de unos dispositivos enormes que monopolizan la tele del salón, ¿esta es la solución que dais a un tío sin tiempo que quiere jugar diez minutos mientras espera el autobús?