Está mal que me autodenomine un pionero, pero negarlo sería falsa modestia. Corría el año 1994 y en un pequeño colegio público de las afueras de Barcelona era, sí, yo, el fucking master of the universe. No era el más guapo, ni el más listo, ni el más popular, pero tenía algo que los demás no tenían: Internet.
Entonces ya era, a ojos del mundo, un frikazo de la informática. Con doce o trece años hacía algo parecido a programar en Basic, a ratos, aunque como soy un perezoso siempre acababa jugando al King Kong (¿os suena, eh, viejunos?). Cuando salía una nueva versión de Office me pasaba días tocando todos los botones nuevos y, de vez en cuando, destripaba la torre para instalar un módulo de 4MB de memoria RAM o un disco duro nuevo.
Y entonces llegó Internet y ese milagro de posibilidades que era la informática alcanzó nuevos horizontes nunca vistos. Podías descargar cosas, enviar un email en segundos a la otra punta del mundo y hacerte gratis una página web en Geocities en la que podías decir lo que querías, sin pedir permiso a nadie.
El verdadero descubrimiento fue sin duda el IRC, un sistema de chat con aspecto de Bloc de notas en un mundo que se organizaba por canales: #barcelona #extremoduro #menosde18…
Desde allí, a 28,8kbs de velocidad, unos pocos miles explorábamos las maravillas de un nuevo mundo de conexión, de libertad y de descubrimiento. A altas horas de la madrugada charlábamos de cualquier cosa, comentábamos las novedades del nuevo Red Hat de Linux, socializábamos y hasta ligábamos de una manera nueva.
Como decía, empecé siendo de los primeros, al menos en mi entorno, en tener eso de Internet, tan desconocido entonces como poco entendido. “Estás enganchado”, me decían… Antes de poner encima de la mesa teorías muy sesudas sobre cómo Internet iba a acabar con el espacio público y con las relaciones humanas, convirtiéndonos a todos en extraños monstruos grises que sólo salían de su habitación para ir al baño.
Bien, veinte años después Internet no tiene que demostrar ya a nadie haber sido el invento más disruptivo de la historia moderna, una tecnología que ha cambiado el mundo para siempre desde el punto de vista económico, social, cultural o político.
Una tecnología, como todas, con usos virtuosos y perversos, capaz de hacer el mundo más cómodo (como MasterCard) y de llenarlo de trolls, válido para derrocar a un Gobierno corrupto o para destrozar la vida a un justo.
Lo que está claro es que Internet ya no es nuevo y, de alguna forma, se ha roto la magia del descubrimiento. Y también la idea de libertad. La Red de Redes es ahora mucho más que la gran esperanza blanca de la democracia, si no que hemos permitido que sea un instrumento más de control social, espionaje y mercadeo. Ni siquiera se puede exhibir estupidez e ignorancia haciendo chistes malos en Twitter…
El caso es que, aunque muchos no lo sepáis, Internet prometió ser mucho más que una revolución tecnológica: su esfera política y social era para los pioneros adolescentes e idealistas como yo mucho más importante.
Y hoy, Internet continúa cambiando el mundo y mejorando nuestra vida en muchos aspectos (también empeorándola), pero tal vez hemos perdido la ilusión de poder crear un altavoz al mundo en sólo unos clicks. Poder decir lo que queramos y sin pedir permiso. Poder hacerle un corte de mangas al pensamiento único.
Internet es punk, aunque no nos acordemos. Y es eso, y no el HTML5 o el streaming, lo que ha hecho que cambie el mundo para siempre. Nosotros los mortales (la mayoría) usamos Internet como una herramienta de comodidad y entretenimiento, pero también puede ser (y continúa siendo) un arma para el inconformismo y la rebelión.
Prometeo ha descubierto el fuego y ahora calienta nuestros salones, pero recordemos que también puede servir para incendiar el castillo del señor.